1890- La Moda del pantalón - Sátira a la propuesta de Amelia Jenks Bloomer
Hoy, parece
que tenemos la absoluta libertad para vestir como queremos, sin que nadie nos
prohíba nada, sin que nos critiquen o ridiculicen, sin que nos acuse y muchas
veces, sin que nos miren o nos admiren. Hoy, ya no debemos cumplir ninguna
norma, ni social, ni estética, ni del sentido común, ni del buen gusto,... nada. Y
el resultado?...se ve fácilmente en las calles.
Hemos ganado
o hemos perdido? Parece que algo hemos perdido...algo de la elegancia y el
glamour, de la originalidad y la sutil coquetería femenina, o una parte del aquel atractivo
misterioso.
Además, en los últimos años hemos asistido a una alteración continuada de los cánones de belleza. El estereotipo impuesto por la presión mediática, se aleja bastante de la imagen de la mujer realmente guapa, natural y sana.
Además, en los últimos años hemos asistido a una alteración continuada de los cánones de belleza. El estereotipo impuesto por la presión mediática, se aleja bastante de la imagen de la mujer realmente guapa, natural y sana.
También, parece
que la moda ya no es un arte que surge poco a poco del ingenio y la evolución
de la sociedad. Es un gran negocio, mediatizando constantemente una poderosa industria globalizada, en un mundo donde reina
el incesante hábito de consumir y se impone la avidez de la utilidad inmediata.
Es la moda del ”todo vale”.
Probablemente nada se puede hacer para liberarnos de esta pesadilla. Abundan las pasarelas y
las marcas, el Internet está invadido por publicidad y ofertas, en los blog, cada cual intenta presentar diariamente sus variables estilos.
En la calle, todas parecemos iguales, con el mismo uniforme: colores oscuros, materiales de mala calidad, en general sintéticos, diseños sin
estilo, ni personalidad...
Ahora, en invierno, todas preferimos los pantalones,
casi siempre los mismos: unos viejos vaqueros sin forma, ni color definido, o los universales y corriente "pitillos" negros o de tonalidades similares, que forran unas piernas, no
siempre estéticamente agradables, pero... es la moda.
La historia
del pantalón es bastante larga, de más de 150 años, pero será tema para otro
post.
En el post
de hoy, prefiero reproducir un artículo publicado en 1927, cuando las mujeres
ganamos una gran revolución en la moda.
Una Revolución en la Moda Femenina
Por E. GÓMEZ CARRILLO
Publicado en la Revista Blanco y Negro, 1 de Mayo, 1927
Mientras los hombres discuten teóricamente el problema del calzón corto, la mujer, sin decir una palabra, lo resuelve en la práctica. Porque sólo los que tienen ojos y no ven son capaces de penetrar en el universo femenino de nuestros días, sin darse cuenta de que nos hallamos in víspera de asistir al triunfo de una revolución, que a todos los tradicionalistas les parecerá absurda, loca, casi criminal, y que, sin embargo no es más que la consecuencia lógica de la moda de los cabellos cortos y las faldas no menos cortas, ¿Qué era, en efecto, lo que en otras épocas hacía imposible que las partidarias de la culotte lograsen imponer sus ideas aun a los espíritus más libres? Pues, en primer lugar, el prejuicio de que, al enseñar las pantorrillas una mujer, cometía un pecado contra el recato. Luego, la falta de armonía que los artistas notaban entre una cabeza con su moño abundante y un atavío de pajecillo de opereta, Hoy, por breves que sean los pantalones que se adopten en definitiva, nada nuevo nos harán admirar. Y en cuanto a la silueta, difícil será hallarla más garçonniere que la de la mujer que se peina, según el figurín del día, con la nuca afeitada y las orejas libres de todo pelo.
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Las tres damas que acabamos de ver... |
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Otra silueta que se ven el los tes |
Sin embargo, ni un momento han dejado de seguir adelante, llenas de entusiasmo. Y es que nuestras hermanas son menos tímidas que nosotros y no tienen miedo ni de la muerte ni del ridículo, que son los dos grandes espantajos de los que creen encarnar el sexo fuerte. Recordad lo que pasó en tiempo del Directorio, cuando los médicos de París hicieron publicar por todas partes que la moda de los trajes transparentes causaba hecatombes durante el invierno. Ni una sola maravillosa dejó de salir vestida de nubes de gasa, a pesar de las lágrimas de las damas serías o de los consejos de los caballeros sensatos. Y para saber hasta dónde llega el desdén del ridículo en la mujer, la historia de la crinolina basta.
Además, ¿a qué discutir lo indiscutible? Los que dicen que las mujeres no se atreverán, no saben lo que pasa en el mundo de las elegancias. Ya se han atrevido. Ya la damisela con calzón corto no es un paje de revista ni una amazona de alta escuela, sino una dama, como muchas otras, en los salones, en los paseos, en los dancings, en los tes, en los teatros, en la calle misma. Sí, señores: en la calle. Y si no la habéis visto es porque todavía no ha llegado el momento en que el hada de las transfiguraciones quiere que el rey Sharriar, que duerme en todos los cerebros masculinos, abra los ojos ante la evidencia.
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La muchacha que lee a Verlaine |
¿Creéis, acaso, que visteis a las que se cortaron el pelo en los primeros tiempos del gran holocausto? No. Antes de adoptar el tocado a la garçonne, que hasta los ciegos descubren, hubo mil matices de ensayo, de aclimatación, mejor dicho, que ni siquiera fueron descubiertos por los novios, que son, sin embargo, los que mejor observan a las bellas. El sombrero era el cómplice de las conspiradoras. Y, poco a poco, los lindos bucles iban cayendo, a medida que los hombres de iban acostumbrando a resignarse.
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Ved a Sacha con su boina... |
Con los calzones cortos pasa lo mismo ahora. Las falditas de sport, de viaje y de auto, comenzaron hace tiempo a acostumbrarnos a la nueva silueta.
Ved a Sacha con su boina estilizada y a Zaliovk con su bastón.
Luego, ya más radical, aunque no menos discreta, apareció la excursionista. Al apearse de su coche, soló se veía su cabeza de muchacho, su pechera blanca y su corbata algo bohemia. Lo demás lo ocultaba un abrigo de pieles. Pero en cuanto era preciso desabrochar el abrigo, veíanse los calzones bajo una especie de faldón, que el menor soplo de aire movía. Lo más difícil era hacer pasar de esos atavíos campestres a la toilette de ville la prenda revolucionaria. ¿Cómo llevar un pantaloncito de lo que puede llamarse la época de transición sin incurrir en las amargas quejas del esposo tímido o de la madre austera?
- Yo
atravesaré los Campos Elíseos con ese trajecillo tan mono que tiene calzones
bombachos atados por cintas de oro…
- ¿Usted
sola?
- Con
mi perro.
Y desde entonces ya no es una. Son muchas las que, sin que a los distraídos transeúntes les choque, van por entre los jardines de la gran ciudad vestidas de muchachos. De allí a lo que se llama el traje habillé no había más que un paso fácil de franquear. En los salones, en efecto, todo lo nuevo, por nuevo que sea, gusta. ¿Qué algunas damas del siglo XIX murmuran? Poco importa. Otras, en cambio, envidian. Y otros admiran. Así, vemos a menudo figurines en los que, o bien se nos presenta una muchacha con una túnica de fino paño y faldellín que deja ver su pantaloncillo en las tertulias de tarde, o bien una gran dama que, entre los volantes algo cubistas de su toilette de soirée, esconde mal un pantaloncillo de terciopelo negro de corte ancho y flotante cual una falda cortada por medio… ¿Os escandaliza todo esto? ¿Decís que la mujer va perdiendo poco a poco, por culpa de estas novedades diabólicas, lo que constituía su verdadero encanto? Permitid me que, aun a riesgo de hacerme pasar por imoralista, os asegure que os equivocáis y que ni los cabellos cortos, ni los pantorrillas al aire, ni los calzones de paje cambian para nada lo que es la divina esencia de la feminidad.
Vestidla
como queráis, ¡oh! modistos todopoderosos, y siempre, en el fondo, la mujer
será la mujer, con su sensibilidad, con su sutileza, con su ternura, con su
fervor, con su coquetería, con su gracia, con su misterio. ¡Ah!, y también con
su pudor.
Y desde entonces ya no es una. Son muchas las que, sin que a los distraídos transeúntes les choque, van por entre los jardines de la gran ciudad vestidas de muchachos. De allí a lo que se llama el traje habillé no había más que un paso fácil de franquear. En los salones, en efecto, todo lo nuevo, por nuevo que sea, gusta. ¿Qué algunas damas del siglo XIX murmuran? Poco importa. Otras, en cambio, envidian. Y otros admiran. Así, vemos a menudo figurines en los que, o bien se nos presenta una muchacha con una túnica de fino paño y faldellín que deja ver su pantaloncillo en las tertulias de tarde, o bien una gran dama que, entre los volantes algo cubistas de su toilette de soirée, esconde mal un pantaloncillo de terciopelo negro de corte ancho y flotante cual una falda cortada por medio… ¿Os escandaliza todo esto? ¿Decís que la mujer va perdiendo poco a poco, por culpa de estas novedades diabólicas, lo que constituía su verdadero encanto? Permitid me que, aun a riesgo de hacerme pasar por imoralista, os asegure que os equivocáis y que ni los cabellos cortos, ni los pantorrillas al aire, ni los calzones de paje cambian para nada lo que es la divina esencia de la feminidad.
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Luego apareció la excursionista |
Es absurdo, en efecto, creer que, porque las pragmáticas de la moda
ordenan que se enseñen las rodillas y las pantorrillas, nuestras contemporáneas
sean menos recatadas que las abuelas. Esas abuelas, precisamente, nos han
dejado imágenes en las que el descote no tiene nada que envidiar al de las
damas de los teatros de varietés. Y las abuelas de esas abuelas eran las que,
en tiempo de Barrás, llevaban las faldas
abiertas hasta la cadera, cuando iban a los bailes del Directorio. Lo
importante para que la feminidad no periclite, no es el traje, sino las ideas
de igualdad de los sexos y de trabajo hombruno. Tal vez vais a creer que os
digo una herejía, pero estoy convencido de que para el porvenir del alma de
nuestras hermanas más peligroso es el ejemplo de una madame Curie que el de mil
bellas Oteros o mil Lianas de Pougy.
Vestidita con una blusa de estudiante y con un pantaloncillo de terciopelo blanco, que se ve a cada paso que da entre los faldones de su jupe-delantal, la muchacha que lee a Verlaine es más mujer que la niña que se trajea como su señora mamá y que lee libros de medicina experimental u otros tratados de los que hasta ahora le estuvieron vedados.
Vestidita con una blusa de estudiante y con un pantaloncillo de terciopelo blanco, que se ve a cada paso que da entre los faldones de su jupe-delantal, la muchacha que lee a Verlaine es más mujer que la niña que se trajea como su señora mamá y que lee libros de medicina experimental u otros tratados de los que hasta ahora le estuvieron vedados.
Y después de
todo, como dice madame Delarue Mardrus, il n´y a rien a faire contre les grands
rythmes qui nous menent malgré nous. Nada, nada… Tan nada, que si mañana las
bellas quieren ataviarse como las tres damas que acabamos de ver en un figurín
de Manuel, todos acabaremos por encontrar que así están deliciosas…
E. Gómez Carrillo
Fotos:
Manuel Freres
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