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viernes, 25 de julio de 2014

El otro Cauce


Dejando atrás y muy lejos aquel viejo Cauce, hoy, el renombrado Jardín del Turia que me había enamorado para siempre, llegue a una parte del mundo muy distinta y tengo que comenzar a descubrir su encanto.
Cuando vivimos en Europa y se nos nombra Sudamérica,  lo primero que nos llega a la mente son las imágenes que frecuentemente nos proporcionan las noticias televisivas: la pobreza, la violencia, el atraso en de desarrollo urbano o en otras áreas; también, la imagen de algunos paisajes de la selva o de soleadas zonas turísticas. Cuando llegamos aquí, vamos comprendiendo que hay más variedad y cosas nuevas por descubrir.
En mi blog, trataré de ofrecer una imagen distinta o al menos diferente de esta parte del mundo, sin buscar sitios exclusivos sino simplemente seleccionando entre lo que encuentro en mi camino algo que me parece interesante y me apetece compartirlo.
El domingo pasado, partí con mi modesta cámara hacia un sitio de mi barrio por donde había pasado hace unos días pero no me había podido detener. Ubicado en una zona residencial al norte de Bogotá, parecía un sitio muy tranquilo, con una zona verde de grandes árboles a lo largo de un pequeño riachuelo, llamado Rio Negro.


Para llegar, fui caminando por calles desconocidas, aprovechando esta mañana luminosa para conocer los alrededores de mi nueva recidencia. Es un barrio de construcciones nuevas, edificios altos y menos altos, de arquitectura corriente para las últimas 3-4 décadas; nada especial. Lo especial se lo da la vegetación que rodea estas construcciones, plantas típicas de la región, de crecimiento rápido, favorecido por el clima y los cuidados de jardinería.








Parece que este barrio, en realidad, fue construido encima de otro barrio antiguo, donde había casas de otros mundos… entre una vegetación tropical y grandes árboles con muchos años de edad. Debo investigar un poco más sobre el pasado de esta zona y cuando lo sepa, lo publicaré en un próximo post.
Entre las insulsas construcciones, supuestamente modernas, sorprende la presencia de alguna bella casa que por suerte u otros motivos, se ha salvado (hasta ahora…) del creciente boom inmobiliario que está gobernando en esta ciudad. Son casas que recuerdan la belleza de la antigua arquitectura europea, algunas mostrando todo su esplendor a pie de calle y otras, asomando con coquetería desde un frondoso jardín.









Llagando al sitio buscado, encuentro un pequeño rió bajando rápidamente desde la montaña. Es sorprendente,en plena ciudad, una ciudad tan grande y ruidosa, oír el sonido del agua corriendo por el angosto cauce y el canto de los pájaros, en los altos árboles que lo acompañan.
Desde la Séptima hasta la Quince, dos de las principales avenidas de Bogotá, el riachuelo baja el línea recta por su cauce reforzado con ladrillos, acompañado a cada lado de una zona ajardinada con la típica vegetación tropical, separada del barrio por calles sencillas y tranquilas.







Bajé caminando lentamente muy cerca a la orilla de aquel pequeño rió, para poder deleitarme con esta sinfonía de tantas tonalidades de verde, las que ninguna cámara logra captar.
De bajada, los pasos van rápido y con ellos se va acumulando rápidamente una infinidad de imágenes sucesivas,de sorprendente belleza, que poco a poco generan aquella mágica sensación de riqueza interior. El tiempo no se puede medir; hay momentos en que parece estático e infinito pero en realidad, pasa igual,rápido... Llega un momento cuando desaparece la magia y aparece la realidad; entiendo que ya ha finalizado mi trayecto de esta mañana.
Había llegado a la Quince pero no me interesaba seguir. Me apetecía tomar un café en la esquina, en la terraza de la casa amarilla, una de las pocas casas que siguen manteniéndose en esta avenida tan deteriorada en la última década. Probablemente, las otras están esperando su derribo para dejar espacio a los ávidos constructores y a los intereses de los políticos en alzar rápidamente nuevos edificios grises, brillantes y costosos.  



Al mirar la avenida y recordando cómo estaba hace varios años atrás, renuncie al cafecito y también, dejé de tomar fotos de esta zona.
Miré otra vez el cauce y seguí mi camino de regreso hacia la montaña, jugando un poco con la imaginación, los recuerdos y los pocos rayos del sol que no se decidía quedar. La montaña se iba cubriendo de nubes y comenzaba la lluvia, una lluvia intermitente, molesta, de pequeñas gotas, típica en esta época del año.  






Además, había aumentado el número de personas que salían para cumplir con sus placeres o deberes dominicales, a lo largo del cauce. Algunos corrían con pasión desesperada, respirando al ritmo de una locomotora a vapor, otros hacían grandes esfuerzos para rescatar algo perdido de sus envejecidos cuerpos y unos pocos, paseaban tranquilamente, cautivos de la belleza del paisaje. 
Los que más disfrutaban de esta mañana bogotana, de la sensación de paz y libertad que se siente en sitios así, eran las afortunadas mascotas.







Tengo que reconocer que también, yo disfrute de la primera incursión en mi nuevo barrio.
Al llegar a la Séptima, mire hacia abajo aquel pequeño cauce y entendí que puedo considerarme afortunada por poder tener otro Cauce, aunque no sea MI antiguo Cauce valenciano.

















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